Abordamos
la segunda entrega del escrito del Catedrático de Historia Moderna de la
Universidad de Extremadura, Miguel Ángel Melón, en la que hace referencia al
asentamiento de diversas familias catalanas en la ciudad de Cáceres en las
medianías del siglo XVIII. El capítulo que publicamos hoy es el dedicado a los
comerciantes.
Se ha de
partir de la consideración de que, como hace algún tiempo advirtiera A.
García-Baquero, “un comerciante es un concepto vago e indeterminado que encubre
un conjunto de actividades económicas muy rico y complejo”, y que su perfil
sociológico abarca una amplia gama de posibilidades que va desde, quienes
teniendo establecida casa de comercio, exponen en sus anaqueles géneros de la
más variada índole y procedencia, hasta aquellos que añaden a sus tráficos los
productos agropecuarios e intervienen en los mercados crediticios, de la tierra
y de la propiedad inmobiliaria. El comerciante catalán de Cáceres responde, en
términos generales y prescindiendo de su condición de fabricante, a la figura
del clásico “formigueig” del siglo XVIII descrita por P. Vilar: “comerciante,
financiero, arrendatario, industrial, propietario agrícola; ningún terreno parecía
estar vedado a la iniciativa de un hombre que con cierto capital disponible,
poseía el típico temperamento de empresario”.
Plano de Cáceres en el siglo XVIII |
En este
sentido, los inventarios post-mortem
realizados por los comerciantes catalanes en Cáceres descubren la existencia en
el grupo de tres “modelos”, según la composición de sus fortunas y la
orientación de sus negocios. El primero, que bien pudiera identificarse con
Antonio Vilanova, Juan Busquet o Jaime Ferrer y Segura, define a los
comerciantes en géneros de tienda, pero que no dudan en realizar tímidas
incursiones en el mercado crediticio y otras más considerables en el de la
propiedad inmobiliaria. El segundo, cuyo paradigma encarnarían los Segura
Soler, añade a los productos de tienda el comercio de cereales, ganados y lanas,
a la par que amplía las bases de los mercados de capitales, bienes raíces e
inmuebles urbanos. En el tercer modelo, identificado con Miguel Calaff, se
advierte un alejamiento de la diversificación operacional que suponen los
ejemplos anteriores para concentrar su atención en el tráfico lanero y las
operaciones bancarias, al tiempo que se acentúa su condición de gran
propietario de inmuebles urbanos y propiedades rústicas.
Fuera del
ámbito local y de los mercados y ferias regionales, tres eran los circuitos de
intercambios hacia los que orientaban sus preferencias los catalanes de
Cáceres: los puertos andaluces y portugueses del Atlántico, el litoral
mediterráneo y los mercados castellanos del interior. De los primeros se
servían para dar salida a los productos extremeños -la lana, sobre todo- y para
recibir los que desde su tierra de origen y las regiones levantinas les
remitían fabricantes y comerciantes de Barcelona, Tarrasa, Igualada, Sabadell o
Alcoy, así como los provenientes del mercado colonial. Esto les permitía, según
se advierte en las minuciosas relaciones de productos que incorporan a los
inventarios, tener bien y puntualmente surtidos sus estantes y trastiendas de
toda clase de tejidos y ultramarinos. Madrid, por su parte, adquiría una cuádruple
dimensión en la articulación del mercado interior peninsular: allí
cristalizaban todos los grandes negocios relacionados con la administración;
era el centro bancario por excelencia; generaba su población una demanda de
proporciones considerables, y actuaba como punto de redistribución de las más
diversas producciones y de encuentro entre mercados aparentemente inconexos. De
su condición de proveedores de la administración no quedan huellas en Cáceres,
pero sí de su proceder como prestamistas y de sus tráficos en ganados y
cereales remitidos a ese ente cambiante y multiforme en que se estaba
convirtiendo la capital del reino.
Hacia dónde
orientan los capitales obtenidos de sus tráficos mercantiles; qué estrategias
inversoras realizan y cómo van dando forma a sus patrimonios, son cuestiones a
las que se pretende dar respuesta mediante el análisis pormenorizado de los
inventarios de cuatro significados representantes de la diáspora comercial
catalana que acoge Extremadura.
Inventario de dos comerciantes catalanes de Cáceres. Valor en reales. |
Es
relativamente temprano el interés de los catalanes por el mercado inmobiliario; prueba de ello fue su febril aplicación como
adquirentes de inmuebles y la construcción en Cáceres de barriadas enteras a
las que dieron sus nombres y que se conservan aún en la actualidad (Barrio de
Busquet, Barrio y Calle de Calaff). Interés que se vería favorecido por unas
condiciones muy concretas, referidas al incremento paulatino de los precios de
los alquileres y a la flexibilidad legislativa vigente en la capital en materia
de arrendamientos urbanos. Dicha tendencia se acrecentará a medida que avance
el siglo XIX y coincidirá, por otro lado, con la expresada por otras burguesías
decimonónicas peninsulares.
Respecto a las
propiedades rústicas, sus valores se
sitúan muy por debajo de los inmuebles urbanos y sólo las de Valentín Segura
constituyen una excepción a este aserto, resultado de incluirse en el total el
valor de algunas fincas que aún poseía en tierras catalanas. De ellas -como no
podía ser de otra forma- las participaciones en dehesas o su adquisición en
redondo, junto con los olivares, centran su atención. Se trata de propiedades
compradas a lo largo de cuatro períodos muy concretos y que coinciden con las
desamortizaciones de Godoy y Mendizábal, la Guerra de la Independencia y el
Trienio Liberal. En un segundo plano se encontrarían las viñas, tierras de
sembradura y huertas, de las cuales se extraían unas producciones cuyo destino
serían sus casas y ganados, pero también los abastos de la capital y de otros
puntos más alejados. Es así como, al morir Valentín Segura, los herederos
computan en el cuerpo de sus bienes la siembra de 147 fanegas de trigo en
diferentes tierras de pan llevar, 148 de cebada, 70 de avena, 19 de centeno, 2
de cebada blanca y 6 de centeno para forraje; a ellas venían a sumarse 1.606
fanegas de trigo, 1.223,5 de cebada, 8 de centeno y 12 de habas, almacenadas o
distribuidas entre las panaderas de Cáceres. Bastantes años después, la
relación de bienes de Miguel Calaff y Ferrer incluye 592 fanegas de trigo, 300
de cebada, 481 de avena, 86 de centeno, 700 arrobas de aceite y otras 200 de
vino.
Como parte
complementaria de sus haciendas y tratos se consideran los bienes semovientes, cuya aparición en los inventarios acapara
casi en exclusiva Valentín Segura, dado que los valores que refiere el de
Miguel Calaff se limitan a la evaluación del ganado mular para el transporte.
El primero era propietario de un rebaño lanar formado por 110 carneros padres,
750 borros y 1.196 ovejas de vientre, con sus correspondientes aperos de
majada; para la labor de sus tierras contaba con 26 bueyes y para el transporte
de sus mercancías con 28 caballerías mayores. Las dimensiones de su cabaña
ovina pueden resultar pequeñas si se comparan con las de otros ricos laneros
cacereños como los García Carrasco, quienes en su época de máximo esplendor
llegaron a contar con algo más de 21.000 cabezas, pero son testimonio de la
diversificación que paulatinamente iban dando los catalanes a sus economías y
de la creciente acomodación que de sus prácticas habituales estaban realizando
al entorno geográfico y económico en que se encontraban.
La solvencia
de estos comerciantes y de las compañías de comercio que regentaban les
convirtió pronto en auténticos banqueros que obtuvieron crecidos beneficios del
mercado crediticio en los momentos
críticos por los que atravesó la economía extremeña y nacional durante el siglo
XIX. Nobles venidos a menos, ganaderos serranos endeudados como consecuencia de
la crisis de las explotaciones trashumantes durante el primer tercio del siglo
XIX, banqueros o comerciantes arruinados y gentes del común iban a ser sus
principales clientes y a generarles una saneada fuente de ingresos cuya
importancia se acrecentaría a medida que transcurría la centuria. Las
diferencias en esta materia entre el cuerpo de deudas reconocido por los
sucesores de Antonio Vilanova, Valentín Segura y Miguel Calaff son enormemente
significativas. El inventario del primero reconoce haber concedido créditos por
valor de 27.238 reales, repartidos del siguiente modo: 2.798 reales en deudas
“de más fácil y probable cobranza”, 5.519 reales en deudas “de más difícil
cobranza, y 18.921 reales en deudas “incobrables o fallidas”. Valentín Segura,
por su parte, además de expresar mayor seguridad en cuanto al cobro de los
capitales prestados, cuenta entre sus deudores a vecinos de varias localidades
altoextremeñas y de Cáceres, a los que se añadirían los créditos que su
sociedad había otorgado a vecinos y comerciantes de Madrid, Andalucía y
Levante, o procedían de sus relaciones comerciales con industriales catalanes
como Gali y Viñals, José Mauri (de Tarrasa), y Gabriel y Ramón Castells (de
Igualada). Calaff, finalmente, ha llegado a crear una compleja red de
intercambios en la que se entremezclan casas de comercio y de banca de Madrid,
comerciantes andaluces y catalanes, laneros y ganaderos trashumantes de Extremadura
y Castilla, vecinos de Cáceres y sus pueblos comarcanos y fabricantes de
núcleos textiles como Torrejoncillo o Covilha (Portugal).
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